lunes, 16 de marzo de 2015

Peso

La inmensidad inabarcable del mundo dormía. Respiraba lenta y gravemente: una inspiración profunda como un deshielo inaudible, una exhalación larga como la curva ciclópea que impulsaba al océano insomne en su giro interminable, en el que acunaba aquel sueño con su vibrante peso y su presión calmada.

Todo se sostenía en la quietud. Notas densas, graves como el bramido de un trueno sonaban sin ser escuchadas. No había cielo ni tierra, sólo una penumbra helada en la que el azul intenso y la negrura más absoluta se abrazaban en miríadas de matices, distantes, fundidos. Y en ellos había algo más.

Una nada nítida, una gota de ímpetu que empujaba un color hacia otro, trascendiendo horizontes que un opresivo segundo antes no existían. Una furia lenta, pausada, sin ritmo. Y un vaivén perpetuo que, oscilando entre la extinción de un silencio y el preludio de un próximo rugido, combaba las olas en pautas desordenadas.

El piélago respiraba su propia potencia, densa y oscura, acompañado de un arrullo incesante y cadencioso como una catarata ingrávida, un fluir sosegado al que se unían los penetrantes índigos y negros en ondas curvilíneas, para después disgregarse en reflejos titilantes bajo la bóveda argentada. No había cielo ni tierra, únicamente una fuerza estentórea e irrefrenable, pausada como un impacto que nunca termina de descargar su fuerza, y un infinito gradiente de azules que se fragmentaba y reencontraba, meciendo su cuerpo carente de horizontes con energía inagotable, en un imperturbable empuje sin oposición.

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