lunes, 12 de enero de 2015

Penicilino (o sonata para mesa de mármol y café aguado en lágrimas)

Tenía la maldita corazonada, pero ojalá la hubiera tenido un poco antes (o un poco más fuerte); de haber sabido que aquel sería el último beso, me habría esmerado un poco más.

Todo fueron lágrimas, todo dolor por su parte y por la mía, y una ligera nota de enfado que me vi obligado a aportar cuando hizo su aparición un desconocido que vendía "poemas a la voluntad". Precisamente cuando mi voluntad estaba terminando de escurrirse por mis ojos. Posiblemente, en aquel momento yaciera sepultada bajo la montaña de pañuelos húmedos y fríos que sólo ayudaban a reafirmarme en la realidad: era cierto que se estaba acabando. Se había acabado ya.

Igual que el maldito café, que se quedó frío, y tampoco recuerdo si llegó a probar tus labios. Tengo una vaga imagen de un vaso vacío, pero igual era una mera invención de mis ojos, su muda forma de avisarme de que ya no quedaban lágrimas saladas que echarme a la boca.

Es curioso lo claramente que recuerdo la normalidad detodo el ambiente a nuestro alrededor. La ruptura del pequeño y hermoso copo de nieve que habíamos creado no fracturó el equilibrio de lo que nos rodeaba; aquellos dos chicos siguieron hablando de política, el hombre siguió tratando de vender sus poemas, y por supesto, el café se enfrió.

Ninguno de ellos se dio cuenta de lo que acababa de suceder. A ninguna de aquellas personas se le pasó por la cabeza que, si tardábamos tanto en salir afuera, fue porque teníamos miedo de hacernos cachitos nada más poner un pie en la calle (al menos, eso temía yo). Allí dentro ya estábamos rotos, pero también estábamos juntos, y cogidos de las manos manteníamos en equilibrio nuestras esquirlas. Todavía sentía en mis labios aquel último beso; ligero, apático, de boca seca y agrietada. El beso de una mujer que ya no me amaba.

Y realmente, no la culpo, porque no fue culpa de nadie. Las circunstancias nos hicieron esto, y yo, aunque ella me eximiera de toda responsabilidad, habría preferido responder en su momento a la maldita corazonada, y haber sido la mitad de valiente y honesto que fue ella.


sábado, 3 de enero de 2015

Suerte


Suerte, compañero, porque te entiendo palabra por palabra. No he tenido la suerte de vivir lo que has vivido, de conocer, de escuchar, de llevarte esas sorpresas, mejores o peores, y de haber vivido tantas "coincidencias" rayanas en lo imposible. Pero en eso se basa todo lo que he leído de ti: que hasta a lo imposible se le puede dar forma para agarrarte a ello y traerlo al mundo real.

Puedo decir que pocas obras de arte me han hecho llorar, pero esta lo ha logrado; me has hecho traer de vuelta miradas y momentos que creía tener como mínimo olvidados, pero por encima de ello has logrado (y nunca he sido un genio para la empatía) que me viera ahí dentro, viviendo lo mismo que tú, riéndome con las mismas bromas, notando mi corazón acelerado de esa forma convulsa cuando notas que algo muy grande va a suceder, y llorando, simplemente, porque era real.

Gracias, drugo, porque has hecho más que escribir un libro que provoca un boom y luego se olvida en un estante polvoriento. Has pegado un puñetazo al maldito baúl de los recuerdos que creía tener bien atado, y al abrirlo me has hecho reencontrarme a mí mismo más pequeño, más idiota, más o menos feliz; en otras situaciones que creía ya muertas y enterradas, entre los brazos de otras guitarras. Y todo ello, precisamente, por contar algo real y clavar a machetazos en mi memoria esa banda sonora que quizá en algún momento se convierta también en mía.

Me has hecho… no sé si más sabio, pero sí distinto; me has hecho reafirmarme en muchas cosas y hacer que cambie de parecer en otras. Me has demostrado que, igual que siempre hay alguien más hundido que tú cuando te sientes mal, también hay alguien más alto que tú cuando piensas que ya has alcanzado la cumbre (y que, en ambos casos, lo mejor y lo peor, que nunca es tal, le puede pasar a cualquiera).

Creía que no habría nadie que me sirviera como espejo más o menos fidedigno de las cosas tan buenas, malas, pero sobre todo raras que me han pasado, y obviamente, has hecho cachos también esa idea preconcebida (también me has dado una buena lección: no hacer demasiados planes inamovibles). Y poco más se puede decir.

Me basta con darte las gracias por lo que has hecho, por lo que me has enseñado a lo largo de todo el libro, por atreverte a hablar de la realidad sin disfrazarla, sin ningún tapujo ni pretensión. Sólo ser sincero, y hacer así que me sintiera de una forma tan distinta. Por contar algo de verdad y compartirlo.

Suerte, camarada, aunque no creo que te haga falta, porque es imposible que con semejante valor y corazón no consigas algo que el destino ha escrito con un cuchillo en su propia mano. Pero, aun así, suerte con todo lo que te encuentres, y te mando esta promesa: cada puñetazo se cura y te hace la piel dura, y cada caída te recuerda la próxima vez que tengas cuidado con ese bache que hay en la calle que pisas todos los días; y por todo ello, prometo que irá bien. ¿Cómo podría no ser así, con un amor que haría que Dios y el Diablo lloraran en el hombro del otro? ¿Cómo, si no luchas con espada y escudo, sino con las manos abiertas y una canción en los labios?

Suerte, y me atrevo a llamarte amigo, y un abrazo emocionado de alguien que no esperaba encontrarse en algo tan real. Al final resulta que me conoces tanto como los que componen esas canciones que suenan a nosotros.

(P.D.: durante toda esta carta ha sonado “No sé cómo te atreves”, la primera canción de Los Planetas que me hiciste oír y de la que ahora estoy también enamorado. Otra cosa por la que te doy las gracias).

Pegatinas

Es la única manera que tengo de tatuarte, mi niña anodina; no lo dudes, siempre fuiste deseada. Es mi único modo de colorear tu piel color crema, de impregnarte un poco de lo que amo en este mundo. También puede ser simplemente una armadura de plástico con adhesivo.

Habrá quien maldecirá mis huesos porque a ellos les parece un agravio, pero yo te veo preciosa. Te estoy pintando poco a poco, porque necesito tener todos los ojos que pongo sobre tu cuerpo cerca de mí; cuando te abrace y te acaricie querré ver en ellos que me los merezco, y cuando me irrite o me vuelva loco, que me recuerden por qué estoy luchando.

Cada motita de pegamento es un beso sobre tu cuerpo, mi amiga, mi amor, más que hermana. Y por cada pequeño triunfo, te impongo una medalla al mérito de no agrietarte, de superar barreras, de hacer duras las yemas de mis dedos. Y quien se atreva a derrotarte, que lo intente, y te otorgaré el último trofeo que te queda: el de haber logrado que te ganen.