viernes, 10 de marzo de 2017

Qué estúpido momento nos envuelve

Sospecha dialógica, energía renovada en el absurdo de intentar apurar una taza de café que se sabe seca y vacía, fría por si faltase un adjetivo, y alejada de todas las mañanas conocidas. El cálido amargor al respirar por la garganta y tragar saliva, el frescor vegetal de una tibiedad robada de las calles empedradas de un pueblo que no merece la pena conocer, nada que decir ni ganas de contarlo. Ciudad, en definitiva, sumida en la luz aún no tan cálida de un marzo que se presume verano y atiende primavera al asfalto.

Las aves de todo plumaje y los diversos vientos, aunque arrastrasen el humo de cigarrillos maleducados por todo el espacio vital de la terraza de los bares, eran ya una institución que proclamaba con seriedad el fin de un invierno que se había esmerado en el trabajo que le exigía el calendario. Hoy, siendo foco de desprecio de jóvenes vanos, clónicos en motor y envoltura, se permitía el lujo impropio de negar con pocas palabras y mucha seriedad las intenciones de una visita hipotética que, en realidad, no deseaba demasiado. Podría parecer una obviedad, pero había poco en lo súbito y lo prolongado que realmente ofreciese una motivación. No desde aquel momento, no desde aquella hora. Las interrogaciones se habían quedado ocultas en un cajón tras muchos meses y no tenían posibilidad de ser formuladas, pero eso tampoco significaba demasiado.

Al fin y al cabo, deseaba respirar en paz, saberse solo en la muchedumbre y obviar por completo los tránsitos sin rostro ni nombre de una mañana agradable. Sólo sentía inclinación por caminar de un modo que hasta ahora le había pasado inadvertido; desorientación, encontrarse con que estaba perdido, sin más brújula que la dirección de las flechas desgastadas del asfalto y la luz de un sol que se resistía a ser dorado. Pluma, hecha teclado, en piloto automático, y sirenas impertinentes, perdón por el pobre desgraciado que se encontrase dentro. Parecía que había prisa. Que tengas suerte.


Sin darse cuenta siquiera de cómo había empezado a poner una letra detrás de otra se topó con el amarillo de nuevo, amarillo desconcertantemente agradable, luminiscencia primaveral con un olor que nunca era capaz de recordar del todo. Ah, agarra el mástil y rasguea con potencia, siete mil vueltas de hilo de cobre respondían con afilada gravedad a seis vibraciones paralelas en la distancia de la carretera de un sonido que deseaba propulsar hacia adelante. Con el amarillo, hacia el amarillo. Gran color, maldita sea; no eran días para vestir de rojo.