Todo se sostenía en la quietud. Notas densas, graves como el
bramido de un trueno sonaban sin ser escuchadas. No había cielo ni tierra, sólo
una penumbra helada en la que el azul intenso y la negrura más absoluta se
abrazaban en miríadas de matices, distantes, fundidos. Y en ellos había algo
más.
Una nada nítida, una gota de ímpetu que empujaba un color
hacia otro, trascendiendo horizontes que un opresivo segundo antes no existían.
Una furia lenta, pausada, sin ritmo. Y un vaivén perpetuo que, oscilando entre la
extinción de un silencio y el preludio de un próximo rugido, combaba las olas
en pautas desordenadas.
El piélago respiraba su propia potencia, densa y oscura,
acompañado de un arrullo incesante y cadencioso como una catarata ingrávida, un
fluir sosegado al que se unían los penetrantes índigos y negros en ondas
curvilíneas, para después disgregarse en reflejos titilantes bajo la bóveda
argentada. No había cielo ni tierra, únicamente una fuerza estentórea e
irrefrenable, pausada como un impacto que nunca termina de descargar su fuerza,
y un infinito gradiente de azules que se fragmentaba y reencontraba, meciendo
su cuerpo carente de horizontes con energía inagotable, en un imperturbable
empuje sin oposición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario