Puso fin a la guerra de alma roja
con un golpe de engranaje,
y la orilla se puso a sus pies,
despidiéndose de su piel triste
con un beso de aguamarina.
Escarba entre las nubes
con dedos largos, blancos,
pulidos por besos y caricias.
Sus palabras esculpen sonetos,
e incluso tintadas de estrellas
les falta brillo,
pues desmerecen a sus pensamientos.
Alma clara, lisa, lago en calma ecuatorial.
Mira la tierra con ojos sinceros,
de inocencia forzada;
se abraza al cerco luminoso de las farolas,
se esconde del frío tras la niebla de un cigarro.
Teme a las noches silenciosas,
y las pasa encaramada al cristal,
observando el laberinto de semáforos y corazones rotos
a los pies de un bloque de barrio.
Al pasar bajo las nubes,
su ánima se riza en onda apasionada,
y besa, y ama, y llora.
Se enamora de unos dedos
que hacen música a golpes,
besa los labios que declaman poesía,
hace el amor entre risa y llanto,
turbulencia sintomática
de un corazón que compone sonidos urbanos
a 45 rpm.
Sincroniza su respiración
con los truenos de una tormenta estival,
y el cielo nocturno se le queda pequeño
cuando quiere poner rostro al amor
y a la inefable sensación
que acelera sus pulsaciones
cuando la música le huele a cemento húmedo.
Mecadena vive entre ladrillos
porque busca un amor que callejea,
que, como ella, mira arriba
y descubre cielos por primera vez;
pero, mientras tanto,
se sienta al borde de una azotea,
con las piernas balanceándose al otro lado,
y el viento agita su rubia melena enmarañada,
como un ángel de neón
que respira monóxido de carbono.
Mecadena ama con precipitación,
porque sabe que su vida pasa a cada minuto,
y la domina la pasión,
porque necesita ahuyentar las lágrimas.
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