sábado, 13 de diciembre de 2014

Poema cuasi-automático

Estoy casi a punto de que la fábrica me cierre,
y rasgueo con el lápiz en silencio
para no despertar a los fantasmas del pupitre.

Me resigno a creer que las paredes son duras,
que las puertas se abren y cierran,
pero que ninguna pinta cuadros
cuando dejamos de mirarlas.

Anillado, enroscado entre un altar y un techo,
paso mi nueva infancia en el estuche,
y apenas soy consciente de si el aire corre
o no.

No dejo de pensar,
y de escribir lo que pienso;
apenas detengo mi mano,
mi mano apenas frena el lápiz.
Soy un tiburón taquicárdico,
y si dejo de versar,
me hundo,
y no sé dónde.

Mi letra se asemeja
a la de un padre sin pulso,
marca firme y definitoria
de que no pienso en lo que hago.

No sabía que el sol y los fluorescentes
competían por alumbrar la clase;
si bien al primero
le ahogan las cortinas,
en cualquiera de los casos
la pizarra da reflejo.

¿Y si paro?
¿Y si descanso?
Quizá sólo me duerma
acunado por las páginas
que se rozan al pasar.
Respiro hondo, echo el cierre,
la fábrica de tinta se despolma,
y una ola de acuarela
me inunda en mi descanso.

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