Sospecha dialógica, energía
renovada en el absurdo de intentar apurar una taza de café que se sabe seca y
vacía, fría por si faltase un adjetivo, y alejada de todas las mañanas
conocidas. El cálido amargor al respirar por la garganta y tragar saliva, el
frescor vegetal de una tibiedad robada de las calles empedradas de un pueblo
que no merece la pena conocer, nada que decir ni ganas de contarlo. Ciudad, en
definitiva, sumida en la luz aún no tan cálida de un marzo que se presume
verano y atiende primavera al asfalto.
Las aves de todo plumaje y los
diversos vientos, aunque arrastrasen el humo de cigarrillos maleducados por
todo el espacio vital de la terraza de los bares, eran ya una institución que
proclamaba con seriedad el fin de un invierno que se había esmerado en el
trabajo que le exigía el calendario. Hoy, siendo foco de desprecio de jóvenes
vanos, clónicos en motor y envoltura, se permitía el lujo impropio de negar con
pocas palabras y mucha seriedad las intenciones de una visita hipotética que,
en realidad, no deseaba demasiado. Podría parecer una obviedad, pero había poco
en lo súbito y lo prolongado que realmente ofreciese una motivación. No desde
aquel momento, no desde aquella hora. Las interrogaciones se habían quedado
ocultas en un cajón tras muchos meses y no tenían posibilidad de ser
formuladas, pero eso tampoco significaba demasiado.
Al fin y al cabo, deseaba
respirar en paz, saberse solo en la muchedumbre y obviar por completo los
tránsitos sin rostro ni nombre de una mañana agradable. Sólo sentía inclinación
por caminar de un modo que hasta ahora le había pasado inadvertido;
desorientación, encontrarse con que estaba perdido, sin más brújula que la
dirección de las flechas desgastadas del asfalto y la luz de un sol que se
resistía a ser dorado. Pluma, hecha teclado, en piloto automático, y sirenas
impertinentes, perdón por el pobre desgraciado que se encontrase dentro.
Parecía que había prisa. Que tengas suerte.
Sin darse cuenta siquiera de cómo
había empezado a poner una letra detrás de otra se topó con el amarillo de
nuevo, amarillo desconcertantemente agradable, luminiscencia primaveral con un
olor que nunca era capaz de recordar del todo. Ah, agarra el mástil y rasguea
con potencia, siete mil vueltas de hilo de cobre respondían con afilada
gravedad a seis vibraciones paralelas en la distancia de la carretera de un
sonido que deseaba propulsar hacia adelante. Con el amarillo, hacia el
amarillo. Gran color, maldita sea; no eran días para vestir de rojo.